Erik el Rojo II

No recuerdo a qué fui a tu casa, no sé si tampoco lo sabía entonces. O sí. Fue un momento raro, seco, distinto. Estabas frío; yo, cansada. La última vez que nos habíamos visto había sido una noche de caos de alcohol en la arena, donde tú te olvidaste de mí porque qué hacía yo allí en medio de todo y de todos. 
Las noches de San Juan nunca me han ido bien. Pero ese es otro tema.
Nos asomamos a la ventana. Sacudí por ella la camiseta que llevaba, amarilla, porque se me habían pegado un montón mosquitos. Maldito amarillo. Tú no llevabas camiseta. Miré tu piel no sé si sabiendo que era la última vez. Pero aquello era un final, y yo tenía claro que lo era. Que ya no más.
Creo que tú no lo sabías.
Tanto había soportado, tanto te había querido, tanto te seguía queriendo, tanto me dolía, tan perdida estaba. Conté tus incontables lunares una vez más, me despedí de tu pelo, que me fascinaba.
Tú mirabas a lo lejos. Creo que te dije un simple “adiós, Erik”. Te di un beso en el brazo, ni siquiera te volviste.
Y saliste de mi vida. O, más bien, yo me zafé de la tuya.

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