El aloe revisited
Encontré la casa perfecta. O eso creí entonces. Firmamos papeles y papeles, nos dieron un montón de llaves. Qué emoción, QUÉ NERVIOS. Nuestra casa. Abrimos la puerta.
Entré en la cocina y allí había... un aloe. Un enorme aloe en un enorme macetón. La flamante ex dueña del piso nos lo había dejado, además de kilos de roña, peste a pis de perros y un gusto por la pintura de las paredes un tanto peculiar. Digamos que he visto en películas prostíbulos asiáticos más elegantes.
Pues eso. Un aloe. Otro aloe. Lo miré. Me miró. Suspiré y me dispuse a dejarlo morir.
Pero lo cuidé. Pobre, qué culpa tenía. Pero no. Pero sí. Pero casi. Y cuando ya estaba arrugadito y pocho decidí que pasaba página. Que por mucho que desease que muriese la Malaputa y lo sublimara reflejando esas ganas en él a modo de asesinato vicario, ella no era un aloe. Ni la pobre planta era culpable. Y yo, que soy incapaz de matar a un Sim, tampoco disfruto dejando morir a una planta.
Es mi aloe. Ahora es mi aloe. Y lo sigo teniendo. Aunque sigo creyendo que el mundo sería mejor sin la Malaputa. Y con más aloes.
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